El
presente texto pretende sintetizar el contenido de la jornada de
Acoso moral y calidad en el trabajo, celebrada en la Universidad
Autónoma de Barcelona el 11 de febrero de 2014. En ella ha
participado el Dr. Iñaki Piñuel y Zabala (profesor titular de la
Universidad de Alcalá de Henares), así como las aportaciones de
Dras. Suzana Tolfo (Universidad de Federal de
Santa Catarina (UFSC) , Carolina Gala (Dret del Treball i de la
Seguretat Social, UAB) y Pilar Carrasquer (Sociologia,UAB)
Desde
la primera sentencia en la que se reconocía el acoso moral en el
trabajo por parte de un tribunal (STSJValencia, 25 de septiembre de 2001) han
habido importantes esfuerzos para el tratamiento jurídico de este
fenómeno, hasta culminar en la reforma del Código Penal de 2010
donde se tipifica como delictiva la conducta, así como la regulación
en distintos reglamentos para la administración pública. Sin
embargo la crisis económica se ha convertido en un aliciente para
desarrollar estas prácticas de violencia que conlleva graves
secuelas en la reducción de la calidad de vida de la víctima, así
como una merma la capacidad y rendimiento del trabajador. Los
profundos cambios que estamos viviendo en las relaciones laborales,
tendentes a una mayor precariedad y temporalidad del empleo sin lugar
a dudas facilitan el acoso. A su vez se está reduciendo la capacidad
de prevención y los mecanismos para abordar el problema que pudieran
tener las instituciones, así como la influencia de los sindicatos
para una mejora de la situación. Pero antes de abordarlo desde el
punto de vista del derecho, hablamos de un fenómeno que requiere su
percepción previa, por lo que se hace imprescindible enfocar el
asunto desde un análisis multidisciplinario a través de la
psicología y la sociología, ya que cuando tiene que intervenir el
derecho ya es demasiado tarde. Algunos datos nos pueden dar luz sobre
el alcance del problema, y que desde luego no es marginal: se calcula
que en Cataluña en el año 2012 estarían en situación de acoso un
6% de los trabajadores, aunque si nos fijamos en la gran empresa
ascendería al 14%. El acoso jerárquico (de superiores a inferiores)
es del 60% de casos, lo que nos dice que el acoso entre iguales es
más habitual de lo que podamos pensar. Cuando se trata de acoso
entre personal del mismo rango, es más habitual que se de entre
mujeres, y este dato no hay que malinterpretarlo, pues responde a la
estructura productiva de los centros de trabajo, donde el acoso es
más habitual en el sector servicios y en puestos cualificados. La
cultura de gestión y organización de las empresas por países tiene
una importante influencia en cómo gestionar este tipo de violencia;
nos llama mucho la atención que este fenómeno se de en un 5% en
Chipre frente al 25% en Finlandia, país este último envidiable en
muchos aspectos de derechos laborales y que sin embargo mantiene una
cultura organizativa muy propensa al acoso.
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Fue
en el cambio de siglo que hubo el descubrimiento para el gran público
de este fenómeno, que aunque siempre ha existido, ha permanecido en
el silencio hasta la última década. Hablamos de acoso moral al
seguido de actos que socavan la integridad moral de los trabajadores.
Si analizamos la terminología quizás sería más acertado hablar de
acoso psicológico, pues en todo caso se trataría de un acoso
inmoral, aunque también ha hecho fortuna el término de Leymann,
gran descubridor del fenómeno, como mobbing. Reitero la faceta
inmoral de estas conductas porque la violencia (entendida de forma
genérica) está socialmente mal vista, ampliamente cuestionada e
incluso tipificada; esta realidad obliga a poner bajo tierra esta
otra violencia psicológica, como algo clandestino que siempre sigue
un patrón común, que es la simulación de otras realidades. Por eso
la evaluación del fenómeno nunca es evidente, pues a menudo se le
dan explicaciones racionales, o se camufla en un acoso más
indirecto, más social y más psicológico; es muy raro que se acabe
traduciendo en violencia física. En la evaluación del acoso por
parte de la Inspección de Trabajo podemos distinguir el mobbing
técnico, este más demostrable pues consiste en la falta de
ocupación efectiva de forma irracional, además del impedimento a
que el trabajador pudiera buscarse él mismo faena para ser útil a
la empresa. Fuera del análisis técnico, a día de hoy existe desde
la psicología una batería de medidas que nos pueden ayudar a
destapar los testigos mudos, así como la veracidad de sus
declaraciones, incluso el análisis no verbal. Para poder demostrar
el acoso hay que reunir indicios objetivables, como grabaciones
(recordar que no son ilegales si se es parte, aun sin
consentimiento), presencia de compañeros en reuniones donde se haya
denigrado a la víctima, etc... De hecho es más habitual de lo que
nos pueda parecer que el acosador acabe confesando los hechos (para
luego tratar de justificarlos). En este ámbito siempre complicado de
reunir hechos e indicios objetivables, como en tantas otras facetas,
nos encontramos el problema endémico de la falta de medios por parte
de la Inspección de Trabajo para conseguir resultados
satisfactorios. También hay que añadir que el fenómeno tiene poca
relación, y es raro que coincidan, con el acoso sexual, pues
cometeríamos un error si lo abordásemos desde la misma perspectiva
resolutoria.
El
acoso moral tiene como finalidad para el acosador destruir la
autoestima de la víctima, creando un gran impacto en la salud mental
y pudiendo provocar graves secuelas tras un largo periodo de tortura
psicológica “gota a gota”, y que a la postre destruye la
capacidad laboral del trabajador; acaba siendo incapaz de realizar
tareas que antes las asumía sin dificultad alguna. Por eso es
importante definir y delimitar qué es el acoso moral de lo que no lo
es. Estamos hablando de un plan preconcebido por el acosador con dos
parámetros fijos, que sean continuados y deliberados contra la misma
persona. El acosador no suele reconocer la conducta, por lo que al
probar judicialmente el dolo del acosador se tendrá que ratificar
estos dos elementos, la continuidad (que sea repetido y habitual) y
deliberación. Por eso debemos descartar meras conjeturas, es decir,
el elemento subjetivo (la sensación de ser acosado) de la víctima
es irrelevante en tanto que requiere que sea ratificado por conductas
observables y acreditables. Precisamente en este elemento está el
peligro del fenómeno y que en parte explica su gran extensión en la
población laboral; a menudo se trivializa y se banaliza el fenómeno,
hasta el punto de creer que es normal ser insultado y vejado en
nuestros puestos de trabajo. Esta misma dinámica de banalización
tiene un común denominador en la violencia de género así como en
el acoso escolar.
El
acoso moral produce también un clima adverso para la víctima
respecto a sus compañeros, en lo que podríamos hablar del “síndrome
del apestado”, que es la creación de un entorno extraño y de
divorcio en la confianza de sus compañeros, los cuales contemplan el
acoso y tienen miedo a que les ocurra lo mismo, o a veces creen
sentirse beneficiados por la exclusión de la víctima o a veces un
simple consentimiento del típico “algo habrá hecho”, y lo que
en la psicología llamamos error básico de atribución. Este
aislamiento impide la solidaridad de los compañeros que pudiera
tener para hacer frente al acosador. Se acaba creando en el centro de
trabajo un estado de opinión generalizado de que la víctima tiene
actitud de indolencia y de “mal profesional”, y en cierta medida
es “merecido” el acoso. Los estudios sin embargo demuestran
totalmente lo contrario, las víctimas del acoso suelen ser muy
competentes, tanto que son percibidos por el acosador como una
amenaza para su estatus de dominio, ya sea jerárquico o de facto; no
siempre se da el acoso de superiores a inferiores, y por qué no
decirlo, incluso se puede dar de inferiores a superiores, aunque no
es tan fácil que se de de este modo, por las herramientas de
protección que suele tener el superior.
Sin
embargo los perfiles de acosadores suelen ser personas muy
narcisistas, que atacan a la víctima no por lo que hacen en el
puesto de trabajo sino por el propio ser del damnificado. En este
sentido no importa lo que haga la víctima, porque el objetivo del
acosador es destruir su ser interno. De hecho la propia elección de
la víctima por parte del acosador (que en muchos casos no saben ni
por qué lo hace), responde a criterios de vulnerabilidad ante el
propio acoso, es decir, suelen acosar a quien resulta más fácil de
acosar, y es una faceta que nada tiene que ver con el rendimiento
laboral. Por eso es tan difícil salir de estas situaciones sin
cambios en la estructura organizativa, así como de la profunda y
dificultosa rehabilitación de la víctima, pues hay que rehacer la
propia fuente del empleo y del buen hacer interno.
A
menudo el alivio de la víctima es acudir a la gente apartada y
excluida del sistema, ya sea a algún otro compañero que haya
sufrido algo similar o en situaciones de exclusión trasladadas fuera
del entorno laboral, lo cual acaba reafirmando las pretensiones del
acosador.
Para
mayor calvario, la denuncia del acoso en pocas ocasiones culmina en
una situación satisfactoria. A menudo se lleva un proceso de
instrucción mal evaluados, a riesgo también de poder ser reprimido
por medidas de castigo en algunos protocolos si no se pudiesen probar
el acoso, lo que nos llevaría a una victimización secundaria del
mismo sujeto por el propio protocolo que debe evitar el acoso.
La
judizalicación del acoso se da muy pocas veces (1 de cada 1000 para
hacernos una idea), y muchos de los que llegan acaba en un acuerdo de
marcha de la víctima de la empresa con una indemnización
compensatoria y así ocultar el problema real. La mayoría de casos
que llegan a la vista oral son desestimados; es un calvario judicial
del que hay una evidente desigualdad de medios entre acosador y la
víctima (económicos, dificultad de conseguir testigos que respalden
la víctima jugándose su propio puesto de trabajo, etc...). Pero si
finalmente consigue una sentencia favorable puede verse en una
situación de perpetuación del acoso, esta vez de una forma más
sutil y sumergida, pero igualmente incesante. Podemos concluir que la
judizalización no es una solución para nadie, el camino adecuado es
la prevención y cogerlos a tiempo antes de que se produzca el cuadro
de estrés postraumático. En un contexto moderno como el actual con
tantos medios se está reproduciendo el acoso en las relaciones
laborales con demasiada frecuencia. Es una tortura de desgaste que se
acaba manifestando psíquicamente cuando ya es tarde para cogerlo a
tiempo. ¿Qué alternativas tiene la víctima del acoso? Como si de
un instinto animal se tratase, puede huir, enfrentarse o congelarse.
Huir
es una opción bloqueada en el actual contexto de crisis y de paro
generalizado. Esta opción es a menudo usada por el propio acosador
como amenaza final amparándose en esa idílica y estúpida supuesta
libertad del trabajador para elegir su trabajo. Son muy pocos los que
tienen capacidad, colchón económico de soporte y medios formativos
lo suficientemente atractivos como para permitirse una huida en una
situación de acoso laboral. La opción de enfrentarse puede llegar a
ser peor, pues el acosador utiliza esa situación de poder y el
enfrentamiento de la víctima será sin lugar a dudas utilizado por
el acosador para intensificar su maltrato. La última opción, la
congelación, no es otra cosa que bajar la cabeza en una especie de
“indefensión aprendida”, incluso la resignación en un “ya se
le pasará...”; esta opción anula la capacidad de reacción así
como de encontrar apoyos y ayudas.
Las
consecuencias son la transformación de la víctima en una persona
insegura, irritable, intratable e ineficiente. Consecuencias que las
proyectará y sufrirá en su entorno social y familiar fuera del
ámbito laboral. Esta transformación de la víctima apoya las
justificaciones que suele dar el acosador, en cierta manera se
convierte en el crimen perfecto: el acosador quiere impedir la
eficiencia de la víctima y todo está preparado y encaminado para
ello. Los periodos de bajas ocasionados por el acoso ayudan a la
víctima en tanto que se aleja del foco de la lesión psíquica, pero
no es un remedio por si mismo, por lo que las reincorporaciones
forzosas una vez que termina el periodo de baja agravan el problema
(a veces ni vuelven), con el añadido de la incidencia negativa de la
farmacología que suelen llevar para la resistencia a los ataques que
se verá de nuevo sometida la víctima. Otra problemática es que el
mobbing está clasificado como enfermedad común, es decir, lo que se
está haciendo es atribuir el coste a todos los cotizantes las malas
prácticas de las empresas. Consideramos que esto es un grave error y
que comporta deficiencias en el tratamiento, pues el adecuado es
abordarlo desde la perspectiva de la prevención de riesgos, en tanto
que es un riesgo laboral de carácter psicosocial, ocasionado por la
exposición continua a un riesgo. Nos da mucho que reflexionar cuando
nos paramos a pensar sobre a quién beneficia este estado de la
situación...
Se
calcula que la actual situación de crisis económica ha provocado un
aumento del 40% de casos. El miedo a quedarse en el paro conlleva
automáticamente a someterse más fácilmente, a la vez que aumenta
la expectativa de impunidad del acosador. Nos encontramos en una
situación de gran vulnerabilidad, donde hay una vía libre para esos
“killers”, tiburones, auténticos psicópatas organizativos que
no tiene ningún tipo de sentido de culpabilidad, implacables y
altamente eficientes (con todo lo que ello implica de corruptelas,
coacciones, fraudes, etc...). Pero nadie debe hacerse una imagen del
acosador terrorífica, mas al contrario, suelen ser personajes con
gran prestigio en el ámbito laboral y habitualmente aplaudidas por
la propia empresa. Tienen gran facilidad para hacer clanes personales
y se desenvuelven como pez en el agua en contextos de reducciones de
plantilla.
Para
terminar, ¿qué hacer ante una situación de mobbing? Lo primero de
todo es saber visualizar e identificar el problema. Para ello es
capital la formación y el conocimiento del fenómeno. El hecho de
que usted esté leyendo este texto ya es positivo para combatir el
acoso psicológico. A su vez transmitir esta problemática al centro
de trabajo, a los compañeros y a la víctima, así como a los
cuadros sindicales para que tomen conciencia de la problemática.
Pero
no hemos dado respuesta a la pregunta de qué hacer; de entre las
posibles reacciones que hemos visto (huir, congelarse o enfrentarse),
la menos mala es la última. Ahora bien, como hemos dicho puede
resultar un cuchillo de doble filo y ser aprovechado por el acosador.
El enfrentamiento efectivo al acosador debe ser, en un primer momento
mostrando seguridad y un perfil duro que haga desistir al acosador al
inicio de esta práctica. Pero si no se ha conseguido, hay que
aplicar el máximo de asertividad a la vez que inaceptividad de sus
métodos, es decir, lo mismo que sucede con la violencia de género,
que la primera vez sea la última, porque sino se entra en un bucle
en el que se retroalimenta tanto la vulnerabilidad de la víctima
como la impunidad del acosador. Si esta barrera es superada habrá
que iniciar la recuperación interna (una especie de coaching)
de la autoestima, sin incurrir en procesos de victimización
secundaria. Para casos concretos, no puedo hacer en el presente texto
más que remitir a las obras de Iñaki Piñuel y Zabala, por ejemplo
Mobbing:
como sobrevivir al acoso psicológico en el trabajo.
Ed. Punto de Lectura. Madrid, 2003, entre sus otras obras.
Las
relaciones laborales colectivas nos ayudan a abordar con éxito los
problemas individuales. Por eso la experiencia nos dice que la
existencia de protocolos de actuación son eficaces si contemplan
castigos y sanciones para el acosador. De este modo el foco de
atención se pone sobre el acosador, por lo que suele ser más
prudente y rebaja la intensidad del acoso, pues ya no actúa con
tanta impunidad. De hecho es habitual que ante la denuncia de la
situación de la víctima de acoso, el acosador se quiera presentar
como supuesta víctima al haber sido denunciado (fenómeno habitual
cuando se da sin haber superioridad jerárquica). En estos casos hay
que recordar la definición del acoso psicológico, que
necesariamente debe ser continuado, por lo que la denuncia de los
hechos de ningún modo se puede considerar acoso. Por otro lado la
existencia de protocolos no garantiza que sean útiles, ni siquiera
que se utilicen; para ello es importante considerar algunos
principios informadores que deben regir para que sean efectivos: que
sea un procedimiento urgente y rápido, además de fiable, seguro y
creado con anterioridad al conflicto. Además debe haber
confidencialidad en la resolución del problema, donde no aparezcan
datos personales por escrito, que la documentación esté bajo llave,
y con sanciones previstas por incumplimiento de esta
confidencialidad. La protección a la intimidad no sólo debe
aplicarse a la víctima sino también al acosador, así como la
protección de la dignidad de la persona en el proceso. También debe
ser tratado, como ya se ha expuesto antes, como un asunto de
seguridad laboral (tan solo lo hacen el 5% de protocolos). Hay que
destacar la inconveniencia de algunos procesos informales previos que
puedan resultar terribles para la víctima como la reunión previa
con el acosador “para ver si llegan a un acuerdo”, parece absurdo
pero figura en algunos protocolos. También es erróneo limitar tan
solo a la víctima las personas que puedan denunciar la situación,
pues ésta por la naturaleza del acoso está sometida (casi la mitad
de los protocolos lo limita). Dónde deben denunciarlo puede haber
varias opciones según las características de la empresa, pero en el
protocolo debe establecerse de forma clara (RR.HH., Comisión,
etc...). La forma ideal es por escrito incluso que se facilite a la
víctima un modelo de reclamación. El quién y cómo se investiga
por la empresa variará también de las circunstancias de la misma,
pero se aconseja que pueda haber participación externa de expertos
(tan solo lo contempla el 16% de protocolos), así como medidas
cautelares mientras dura el proceso (cambio de lugar de trabajo si
fuese posible del acosador, para no incurrir en una doble
victimización). Además es aconsejable añadir medidas
complementarias aunque no se haya podido demostrar el acoso o éste
no hubiese existido; en este sentido tan solo el 5% de protocolos
ofrece servicios médicos para la víctima. Sorprende también ver
como en el 24% de protocolos se prevén sanciones por denuncias
falsas, lo cual es complicado de comprobar porque nos moveríamos en
las aguas pantanosas de la mala fe, por contra que se rompe la
garantía de indemnidad de la víctima denunciante. Es curioso como
en un 12% de protocolos autoexoneran de responsabilidad a las
empresas, lo cual no tiene relevancia alguna por no ser vinculante.
El último interrogante recurrente es qué hacer con el acosador si
se demuestran los hechos; hemos visto que la vía jurisdiccional es
poco efectiva, por lo que los protocolos deben abordar el problema
como falta muy grave y que pueda comportar el despido, en tanto que
debe ser abordado como una cuestión de seguridad laboral. Sorprende
ver como en muchos protocolos se califica tan solo como sanción
grave, cuando la propia Ley de Prevención de Riesgos Laborales en
sus artículos 14, 15 y 16 junto al art. 54 del Estatuto de los
Trabajadores amparan la calificación de muy grave y el consecuente
despido del acosador.
Por
último jamás podemos perder de vista que nuestros derechos no sólo
están como trabajadores sino como personas; estamos hablando de
derechos fundamentales e inalienables de la persona como es la
integridad moral. La dignidad es un derecho humano irrenunciable;
aunque el neoliberalismo imperante de hoy en día acabe feudalizando
las relaciones laborales como si se tratase de un cambio de cromos
entre la oferta de empleo a cambio de nuestros derechos
fundamentales, no debemos tolerar estas prácticas en nuestro entorno
laboral. El gran peligro de la perpetuación de la actual situación
de crisis es el aprendizaje y transmisión de estos métodos de unos
directivos a otros; y quizás algún día acaben las cifras
astronómicas de paro, pero nos quedará un modelo organizativo que
aplaude el acoso psicológico al trabajador. Esperemos que cambien
las cosas, lamentablemente mi análisis de la situación no me deja
ser demasiado optimista.
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